
Tengo una amiga que está atravesando un proceso de divorcio muy difícil. Durante más de cinco años vivió una relación disfuncional con su pareja, a quien conoció cuando ambos tenían veinte años. Finalmente, fue su nivel de cansancio ante la agresividad constante en casa lo que la llevó a tomar la decisión de separarse.
Todos los que la conocemos sabemos que, si ella no hubiera dado ese paso, él jamás lo habría hecho. No porque no estuviera mal, sino porque no tiene la capacidad de tomar decisiones importantes. Ella se convirtió en su cuidadora, y lo que debía ser una relación de pareja se transformó en una dinámica desigual, en la que parecía arrastrar a un hijo más. Era evidente el desgaste emocional: cada vez que la veía, estaba más apagada, más cansada, con la mirada de alguien que quiere tirar la toalla… pero que sigue, por sus hijos.
Hasta que un día, tras una profunda introspección, entendió que no podía seguir viviendo en agresión ni infelicidad. Y pidió el divorcio.
Lo que más me llama la atención es que, en casi todas las historias de separación, lo que sigue suele ser una guerra entre las partes. Una batalla de poder. En muchos casos, el dinero juega un papel clave: si una de las partes es el proveedor, usa ese rol como una forma de castigar o controlar. Por otro lado, la madre —que muchas veces tiene la custodia de los hijos— termina usándolos como moneda de cambio: «si me das tanto dinero, puedes verlos; si no, no los ves».
Así, los niños terminan siendo el escudo, la herramienta, el rehén emocional para conseguir lo que uno quiere del otro.
Mis dos mejores amigas son abogadas de familia, y ambas coinciden: siempre recomendarán un buen acuerdo entre las partes, porque cuando la batalla se vuelve legal, el dinero que están peleando acaba en manos de los abogados… y el daño emocional se multiplica, tanto para los adultos como para los niños. Una de ellas me confesó que muchas veces se siente como una terapeuta más que como abogada. Tiene que validar las emociones de su cliente para que este le dé permiso de aplicar ciertas estrategias legales. Pero al final, solo está defendiendo intereses. Y los hijos —tristemente— se vuelven parte de esa negociación.
En estos procesos, lo más difícil es soltar el control. Dejar de querer ganar.
Pero yo creo que si estás viviendo un divorcio, lo que la vida te está enseñando es precisamente a soltar. A dejar de pelear por lo que no te están dando. A dejar de exigir que las cosas salgan como tú quieres.
Porque cuando logras hacer trabajo emocional, y sueltas el apego a ese dinero o a esa expectativa de cómo deberían ser las cosas, te das cuenta de que ahí está la verdadera sanación. Te conviertes en la persona que cede, no desde la derrota, sino desde el crecimiento. Desde la comprensión de que lo que no llega del otro, puedes crearlo tú.
Ahí es cuando tomas responsabilidad sobre tu nueva vida. Profesional y personal. Sueltas los viejos patrones que ya no te sirven. Haces las paces con lo que no te dieron. Y dejas de escuchar a quienes solo te incitan a “no dejarte” o “pelear más fuerte”.
En lugar de eso, te escuchas a ti. Tomas perspectiva. Te enfocas en lo que quieres construir. Y comienzas a agradecer por eso que deseas, como si ya fuera parte de tu vida. Porque confiar, fluir y responsabilizarte es el camino más directo hacia lo que realmente quieres.
Si te quedas en la pelea, en el resentimiento, en los “tres pesos que tu ex no te da”, la energía que tanto quieres atraer se aleja. Te quedas atorada ahí.
Así que la verdadera pregunta es: ¿De verdad quieres seguir peleando? ¿O prefieres soltar, confiar… y empezar a crear tu nueva realidad desde el amor y la responsabilidad?

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