
Y volver a ese lugar tan paradisíaco en donde viví tan feliz hace dos años. Donde vi a mis hijos más contentos que en ningún otro lugar. Una vida de playa, en la que la mayoría del tiempo estaban descalzos, jugando en el parque, en la arena, y en la que todo se respira con un ritmo tranquilo, sin acelerador.
Platicando con mi esposo, comentábamos cómo los momentos de berrinche o explosiones de enojo han sido mucho menos frecuentes desde que decidimos pasar el verano en este paraíso. Después de reflexionar mucho sobre las razones, llegamos a la conclusión de que aquí los niños se sienten más libres, más sueltos… y pueden fluir sin tanta prisa. Son características naturales del verano: los días son menos exigentes, hay más descanso, las mañanas son lentas y sin tanto apuro.
Pero esa soltura también la siento yo. En esas ganas de despertarte y salir a hacer ejercicio o prepararles el desayuno y el lunch a los niños, porque siempre hay esa ayuda maravillosa que tanto valoramos las familias que vivimos en Estados Unidos. Esa ayuda que te hace la vida fácil, y que al mismo tiempo te instala en una comodidad que rara vez sentimos allá. Una comodidad que puede llevarte a quedarte en tu zona de confort más de lo que estás acostumbrada.
Hoy siento que tenemos lo mejor de los dos mundos. Vivimos con la tecnología y seguridad de un país de primer mundo, pero estamos disfrutando un verano increíble en nuestro país. Aquí nos sentimos enraizados. Todo fluye con calma. Como dice mi hija de 8 años, “aquí la comida siempre sabe rica, hago amigos donde sea porque les gusta jugar lo mismo que a mí, y siempre hay alguien que ayuda”. Y eso lo sentimos todos: mi esposo, mis hijos… y yo.
Es increíble cómo la sociedad mexicana te lleva a conectar de forma profunda. En poco tiempo puedes tener pláticas sinceras, compartir una clase, y sembrar una amistad que puede durar mil años. Como si el sentimiento de “nunca nos fuimos” siguiera latente. En este paraíso, Cancún, cada vez que regresamos y vemos a nuestra gente, todo encaja. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Todo se siente como en casa.
Desde que llegamos a vivir a Estados Unidos hemos aprendido a ser lo más eficientes posible. Y estar aquí, en cambio, te invita a cuestionarte, a bajar el ritmo… tanto que, a veces, uno cae en una zona de confort que no siempre es bienvenida. Y entonces surge la pregunta: ¿Será posible regresar a este lugar siendo esa nueva versión de mí, más eficiente, más despierta, más activa a nivel personal e intelectual… y no perderlo? ¿Será posible mantener ese crecimiento interior, aun cuando estás en un espacio donde la vida se mueve más lento?
Ese, creo, es el verdadero reto: estar donde la vida te lleve, pero mantenerte en acción y en crecimiento desde adentro. Ser tan fuerte internamente que no importe el lugar, el ritmo o las circunstancias. Que esta nueva versión de ti ya sea parte de tu esencia, y no dependas de una sociedad rápida o exigente para mantenerte firme.
Volver a construir una mente grande por dentro. Una mente tan sólida que, estés donde estés, la corriente no te arrastre. Que sigas creciendo, produciendo, viviendo desde tu centro… y no desde la velocidad del entorno.

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